miércoles, 8 de enero de 2014

La boda en arcoíris

De "CUENTOS DE COLORES"

3 - La boda en arcoíris

En mi viejo baulito de recuerdos encontré una foto, amarillenta ya, de aquella época en que todos queríamos ser originales. Las y los jóvenes queríamos ser o ‘Magas’ -al más puro estilo ‘cortaziano’- o ‘cronopios’ o Beatles o hippies.
Por eso, para sentirme diferente, y como amiga dilecta de la novia, me senté en las rodillas del novio y me recosté sobre ella para tomarnos una foto.
Era divertido romper esquemas y, de paso, la paciencia de los mayores. Sobre esa foto hubo augurios, algunos bastantes acertados, aunque no fue el único presagio en aquella noche poco convencional.
Cuando uno dice ‘boda religiosa’ todos piensan en el color blanco, blanco de azahares, blanco de tules… bueno, quedan algunos que piensan en la virginidad… cada vez menos. Y si se dice presentimiento se piensa automáticamente en algo negro, es automático.
Casi siempre es así, pero en este caso fue algo diferente, además de la ropa de los novios no había nada en blanco ni negro, más bien todos los pensamientos y presentimientos eran multicolores, casi un arcoíris.
Para empezar, hubo una sorpresa amarillo subido al ver que la novia entró a la iglesia descalza. ‘Malos pasos’ presagiaron las agoreras. Los comentarios violetas fueron de los ancianos: -“¿Dónde se habrá visto? siempre dando la nota… también la crianza que tiene, en fin, qué se podía esperar…”
En cambio, sus amigos, tuvimos pensamientos celestes y verde-manzana. Sí, sacarse
los zapatos y mostrar los pies nos parecía bucólico y francamente pastoril.
Por si fuera poco, era tan original que valía la pena soportar la ceremonia, aunque sea por presenciar esa entrada: la novia, caminando descalza y  partiéndose de risa de los chistes que le hacia el padre entre dientes, mientras ponía cara de digno padrino.
            Después llegaron los grises momentos pre-fiesta.
            Como siempre los invitados llegaron al lugar de reunión antes que los recién casados.
Y, por supuesto, los familiares escudriñaron los regalos y evaluaron: a- si el de ellos estaba a tono con los del resto, b- si se habían repetido y c- quien fue tacaño. Tal vez en ese u otro orden, quien sabe.
La madre de la novia estaba incómoda, fuera de lugar, en casa de los parientes de su esposo porque ella, hispánica de carácter corto, poco se podía vincular entre los grandilocuentes parientes legales, tan itálicos, de ademanes amplios y risa más que franca. Ella, estaba allí sintiéndose pequeñita entre ‘moles chillonas como molinos sin aceitar’ y riendo nerviosamente como si le hubieran pintado la sonrisa.
Por supuesto, se agruparon por apellidos, cuatro a saber, y el quinto grupo fue el nuestro, el de los inevitables amigos que repartían gestos amables, de compromiso, a los cuatro vientos… o grupos.
Y, lógicamente, se sucedieron los comentarios gris plomo de los tíos a los sobrinos, porque si eran solteros debían imitar a los recién casados y si eran casados computaban la cantidad de hijos y evaluaban en términos de “¿Qué esperan?” o “Paren, no se les vaya la mano que alimentar a la familia cada día es más difícil…” sin freno, cada vez más grises y plomazos.
Luego los comentarios verdes sobre la tardanza de los novios-esposos. Para salir del paso, la tía, anfitriona de turno, exhortó itálicamente a atacar con los bocadillos y ella misma dio inicio con una punta-muela inicial. Las copas se llenaron varias veces y otras tantas se vaciaron, ya sea en el estómago de los bebedores o en el mantel bordado a mano, que la tía en cuestión miraba con un ojo y con el otro y mefistofélica dulzura a los niños que corrían derribando todo o arrastrando en su pies trozos de carísimas masas.
Eso sí, el servicio de confitería era impecable y delicioso, pero ahora habría que despegar todo ese dulce, crema y maza de las alfombras, tan bien conservadas… “Ah, sí, ya no se pueden comprar de esta calidad, si es que existen…”
Los que estaban al tanto trataban de evitar un papelón, porque Juan después de la cuarta o quinta copa, en fin…
Otros atendían a la abuela que todavía caminaba y esto era asombroso y más aún era considerada una reliquia familiar y amorosa, digna de complacer en su mínima demanda: tan solo requería un oído atento a sus incoherencias. Y, en un principio, uno ponía su oreja y sentimientos rosas, hasta que se agotaban las esperanzas verdes de que se terminara la perorata larguísima y no siempre rosa, los pabellones auriculares se entumecían poco a poco junto con la buena voluntad y tomaban un color marrón subido, hasta llegar al “perdone abuela, tengo que ir al toilette…”  que ella no escuchaba por lo que seguía hablando a quien estuviera cerca.
Al fin llegaron los novios y los ‘¡vivas!’ de color naranja. Recomenzaron los brindis con flashes incluidos, todos bebieron como si fuera la primera copa, en realidad, era la primer copa que saldría fotografiada. Todos sonriendo, gracias a la cámara del fotógrafo, demasiado lento para que las sonrisas parecieran naturales. Hasta que los novios pudieran sentarse en un ‘al fin’ resignado, a seguir sonriendo frente a las distintas personas que ahora querían retratarse sentadas junto a ellos, por turno y con la mueca de rigor.
Según contabilizaban los parientes desde cuatro esquinas, solo faltaba un trámite a fotografiar: las cintas y la ovación para quien sacara el anillo. Sí, porque ligas no, por decreto feminista a pesar de los –“Increíble, ¡donde se ha visto!” y etcéteras tediosos de enumerar. Así que la música subió de volumen y todos los amigos pudimos acercarnos y hablar con la pareja, sin flashes y por fin.
También se pudieron vaciar las bandejas sin disimulo. Si fuera necesario, algunas gordas se sacarían los zapatos bajo la mesa y todo empezaría a parecer una fiesta propiamente dicha, es decir que primaron los rojos comentarios yendo y viniendo tornando al azul de los chistes que no podían ser muy verdes por los niños, que paseaban su grititos sobre la música y sobre la gorda que se sofocaba en escarlatas bufidos de sufrimiento por una obligada e inútil faja, todo en una armonía difícil de percibir.
Entonces, cuando nadie lo esperaba ya, llegó él.
Todo quedó suspendido por un instante. El arcoíris giro en cada pupila. La tensión se resolvió en saludos y sonrisas, pero él no podía ocultar su estremecimiento, su rictus simiesco, las manos traspiradas, transparentes… hizo bromas pesadas al saludar a cada conocido, pero esta vez sus bromas eran hachazos que todos perdonaban y, para él, eso era lo peor. Se le afilaron los rasgos, de por sí ya aguzados. Se detenía en cada grupo o persona, un vía crucis infinito hasta llegar a la pareja.
Dio tiempo para que se levantara un murmullo como un zumbido morado que le llegaba por el hombro derecho y se le anidaba en la nuca. Algunos empezaron a devolver sus agresiones veladas, otros optaron por ignorarlo, los menos aguantaron el cimbronazo de su emoción violácea, y algún comedido pretendió  calmarlo alcanzándole una copa de
champagne. La copa bailaba  en su mano ahora azulina. Mientras, era inevitable llegar al asiento de la pareja, ocupada en saludar otros invitados. Trató de tomar pequeños sorbos, pero no podía tragar ni las burbujas. Llegó casi de espaldas como distraído y fue un momento fuera de momento…
No veía aun la cara feliz del novio y ni la cara casi inocente, más bien distraída de la novia, pero pudo ver la expresión de los demás invitados, amigos parientes, colados… a su favor o en contra, todos significando lo mismo. Entonces cayó en cuenta y no pudo soportar el verse en cientos de pequeños espejos. Prefirió girar sobre sus talones y enfrentar a los novios, seguramente más generosos estrenando una nueva felicidad. Pero su giro fue demasiado torpe y el champan salto súbitamente sobre el vestido de la novia.
Tías y madres corrieron a secar el oprobio. La novia lo calmaba en un consuelo amarillo. El novio lo palmeó en un rápido “¿Qué tal, cómo estas?” y volvió a hablar con otros amigos. Los demás, sin saber qué hacer, se turnaron para devolverle las bromas estilo hachazos. Quiso que las alfombras se lo tragaran, pero, la novia lo detuvo con complaciente: “No te preocupes no es nada, ya pasó.” Y se quedó frente a ella, ojos perro de agua, orejas bordo, cabellos celestes…
Y no faltó quien murmure ese otro presagio en algún oído cercano: “Es nefasto, esa mancha tiene más de un color, no podrán lavarla jamás. Y no hablo del vestido.”
En definitiva, viendo esta foto después de tantos años… pienso que tal vez debió entrar calzada a la iglesia. Ser una convencional señora de clase media da más seguridad… aunque, con el tiempo lo habrá logrado. 
O seguirá descalza.

                    Mónica Ivulich -d.r.-1970

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