sábado, 28 de enero de 2012

Mi foto antik

Guardé en mi mente un vago recuerdo de aquella chiquilla, el espíritu de aventura, la calma y el arrojo, a veces enojo por la iniquidad tan dura; la mirada inocente, madura y llena de ilusión que fue ocultándose golpe tras golpe, hasta que fue el momento indicado. Luego llegó el tiempo de pañales, trabajos, desengaños y olvidé esa cara que hoy me fue mostrada nuevamente, de la forma más inusitada.
Debo decir que nunca fui como la mayoría de las chicas de mi edad. Adolescente callada, me escondía tras los libros y en mis fantasías propias. No me miraba casi al espejo, estaba segura que la imagen reflejada no me iba a gustar. Era casi ermitaña y hasta arisca. Una pensadora incansable que descubrió lo relativo a los 15 años, una desmitificadora audaz y escéptica. Solo me comunicaba con intelectuales, los “tragas” o “nerds” de la escuela. El problema era que, algunos, se terminaban enamorando de mí. Yo los eludía pensando que eran poco inteligentes para buscar novia… mirarme a mí… Mis amigas me aseguraban que yo era bella y muy especial. Mi madre –además de repetir que las “buenas mozas se echan a perder”- decía que era distinguida, “fina”… Nadie podría convencerme de semejantes disparates, lo decían para convencerme. O por que me querían. Yo afirmaba que era horrible, deforme. A los ocho años protestaba por tener una cabeza enorme en un cuerpo flacuchento. Preguntaba a mi madre: - “¿Quien les dijo que me pusieran esta cabezota?” -: “¿A quienes?” - “A ellos, lo que me hicieron el cuerpo ¡Se equivocaron!” Mi madre meneaba la cabeza sin tener respuestas. Más adelante me quejaría de una nariz tan grande, ojos chicos, un adefesio flaco y sin gracia, eso era. Después de tener tres hijos empecé a valorar mi cuerpo, el que había generado esos milagros. Recién pasados los cuarenta desarrollé cierto cariño por este físico que me complacía, me llevaba de un lado para el otro y me había dado lo mejor de mi vida: mis hijos y me permitía trabajar para alimentarlos. A los cincuenta ya no me importaba. Solo me ocupaba de que funcionara como debía. A los sesenta supe que cada vez trabajaría más lento y menos horas. Fue una aceptación y le dije, -“bueno… si necesitas descansar vos sabrás”. Ahora mi debilitado físico tenía una misión especialísima: acunar nietos, llevarlos al parque o jugar con ellos. Y me quedé con ese físico feo, ahora engordado, envejecido y más débil. Sin quejarme, había dado todo lo posible y aun me permitía viajar, organizar eventos culturales, escribir… mi cabeza funcionando, y eso me alegra. Algo ocurrió hace pocos días atrás. En mi correo electrónico aparecieron fotografías tomadas en 1967, una de cuerpo entero y otra de mi cara. Me provocaron una pequeña conmoción y cosquillas en mi estómago. Esa muchachita no era lo que yo recordaba. Se parece más a la que mis amigos y parientes decían… La puse en mi pantalla, está frente a mí cada vez que abro mi computadora portátil. Y observo un rostro que ya no existe, pero es delicioso, dulce y si, como dicen: con sonrisa de mona lisa. Es una jovencita exótica, de mirada profunda, esbelta, calmada. ¿Qué me hizo creer que no lo era? Mi antiguo compañero de quinto año de magisterio no comprenderá que tan buen regalo me ha hecho enviándome esa imagen perdida. He recuperado a la muchachita de diecisiete años que estaba arrumbada en un rincón del olvido. Como si fuera un aire fresco de juventud que puedo compartir con mis ocho nietos. Avanzo con ilusiones, como siempre, pero con la seguridad de que mi espejo me mentía en ese tiempo y tal vez ahora también; lo miraré con otros ojos y no con los de la ET disconforme. No se quien fue el que hizo mi cuerpo, pero me ha funcionado bastante bien, me ha hecho divertir, parir, jugar y moverme por el mundo. Ya no me conformo con ser un adefesio, ahora soy una viejita risueña y hasta con algo de carisma. Ahora puedo reírme de aquella ermitaña y también abrazarla con amor.