Miro la espalda de la madre curvándose sobre la tierra,
rastrilla, limpia, destroza la tierra y hace pequeños agujeros, con una pala de
mano. Poco a poco rellena los huecos con brotes que ha cultivado por unas
semanas, en macetitas descartables y es hora de que los retoños tengan su
propia tierra y se conviertan en lo que el destino les tiene asignado. Las mira
y las ve crecidas con las flores enormes mirando el sol. Las quiere plantar
para ella y para su hijo que ya no está. Eran sus flores preferidas, los
girasoles. También para su hija, y sus nietas que disfrutan echando agua desde
una pequeña regadera. Ella sabe que el hijo, donde esté, disfrutará de esos
colores, del tamaño de las plantas. La mujer se levanta, sonríe y se mira la
piel que se lastimó con la azada, se lavará las manos y usará una gasa para su
herida, diciendo “no es nada”, como dicen todas las madres. Ha disfrutado en
silencio el diálogo con la tierra y los tiernos brotes prestos a crecer, ha disfrutado
el canto de los pájaros, la memoria de su hijo y la presencia lejana de sus
nietos, ocho cuenta y sonríe: “hasta ahora”. Alimenta a las niñas, a la perra y
la gata, su hija la mira sonriente desde su escritorio. Se quieren y respetan.
Ordena algo en la cocina y deja una bandeja preparada para la cena. Sube las
escaleras, está algo cansada. Se sienta en su sillón y se pone a escribir:
“Miro la espalda de la madre curvándose sobre la tierra…”