sábado, 17 de noviembre de 2012

Fragmento de novela: Historia sin Contar de Mónica Ivulich


En este día, en el que comencé esta ‘desmemoria’, estaba visitando la tierra de mi abuela Joan y había decidido el viaje en diez días, incluyendo los pasaportes (afortunadamente alguien pudo apurar los trámites, siempre lentos en el tercer mundo) el permiso para salir del país de mi hija, a quien llamo Nacha, armar el equipaje, etc.
 
Fue entonces, paseando por ‘Les Champs Elisée’ cuando supe que me iría de mi país definitivamente… algún día. Antes lo había soñado e incluso intentado tímidamente. Pero parecía imposible o no era tiempo. Ahora lo sabía.

Solamente me faltaba fijar el puerto de arribo. El mundo era tan grande que no era fácil decidir. Aunque me enamoré de la Ciudad Luz.

Y sería en París donde experimentara, por primera vez, algo más allá de la realidad palpable:

Una tarde, después de comer nos acostamos para una siesta, como estaba inquieta me levanté y dejé un mensaje escrito a Stella, quien dormía con las niñas: su hija y la mía. La nota rezaba: -“No te quiero despertar, voy a dar una vuelta,  necesito caminar. Si tardo es porque encontré a mi ‘conde’ francés.¡Ja, ja!… Nos vemos cuando despiertes o espérame un ratito. Un beso, Mónica.”

Salí con la idea de visitar rápidamente la tumba de Napoleón y volver a cenar. No tenía dudas de cómo llegar, sabía, intuitivamente,  cómo manejarme con el metro parisién, una habilidad inexplicable si consideramos las veces que me perdí en los trenes subterráneos de mi ciudad: Buenos Aires.

Sin embargo, enigmáticamente, llegué a la tumba del soldado desconocido. Así que, observé el conjunto escultórico y, con cierta frustración, emprendí el regreso al hotel.

Mi humor era extraño, sentía inquietud y, a la vez, una calma me inundaba y adormecía. Regresaría a la estación por otra calle, aprovechando una bifurcación de las veredas, pues sabía exactamente cómo hacerlo si bien era la primera vez que visitaba ese lugar y, también, porque deseaba ‘ver algo diferente’.

Me parecía conocer toda la zona como si la hubiera caminado muchas y repetidas veces. Al mismo tiempo, me embelesaba cada detalle arquitectónico de una época lejana, la vegetación que asomaba desde los jardines, y todo lo que podía apreciar en un barrio solitario y antiguo de París. Me era increíble pensar que allí vivía, sufría y gozaba la gente de verdad, como yo. Con la única diferencia de que nacieron hablando francés.
Así, en esa mezcla de sensaciones inconexas e ilógicas, caminaba un poco fuera de mí, como observándome desde lejos, viendo todo desde un balcón espacial.
De pronto, se abrió frente a mi vista una pantalla. No sentía el suelo bajo mis pies. Mi mente me había asomado ante un espectáculo de otro tiempo. Vi la entrada a una hermosa mansión, sonaba música y brillaban luces de festejo desde el vestíbulo.  Me vi yo misma, entrando a una sala de recepción lujosa y grande, adornada profusamente con flores blancas, antesala de la fiesta que, se podía presumir, ocurría en el interior. Era yo, sin duda alguna, pero diferente; mi cara era otra, llevaba un amplio vestido con polizón, podía sentir la molestia de la tela contra mi piel, de la peluca y el jubón y, a la vez, considerarme bella, algo que no sucedía en aquel tiempo de mi vida ??? actual.

Alguien me ofrecía el brazo y yo caminaba airosamente: feliz, segura.
También pude observar que otras personas bajaban de coches a caballo y entraban sonriendo, todos con peluca blanca y trajes de época, eran recibidos por pajes de traje rojo y peluca e ingresaban caminando por una alfombra color rojo-oscuro.
La ‘pantalla’ se cerró en un instante, de la misma forma en que se había abierto.
Seguí caminando y supe, con certeza, que encontraría el gran edificio, a pasos de donde me había detenido. Me dirigí donde mi intuición me indicaba y me hallé frente a un hotel: la fachada era la misma que acababa de ver en mi ensueño, sólo habían agregado una taquilla para atender al público para informarse al paso, desde la calle; también un mostrador en el recibidor; la alfombra era casi nueva, de color muy semejante al de la moqueta que había visto en mi visualización, la misma lámpara, la escalera interior, los floreros inmensos y blancos, todo era idéntico a lo que recordaba en mi
imaginación. Otros detalles me confirmaron haber llegado al lugar que había visto’ en forma sutil.

Sentí un leve aturdimiento.

Decidí volver al hotel con Stella y las nenas, tenía la seguridad del camino que debía recorrer.
No recuerdo más, hasta que estaba llegando donde nos alojábamos, caminé con cierta pereza y confusión.
Me figuré, erróneamente, que Stella y las niñas estarían levantándose de la siesta. Cual no sería mi  sorpresa al verlas ya vestidas, con hambre y nerviosas por mi ausencia prolongada. Recién entonces me di cuenta que empezaba a anochecer.

Había tardado unas cinco horas, aunque yo contabilizaba unas dos a lo sumo.
¿Qué pasó en todo ese tiempo, desde que me vi entrando a la fiesta hasta que seguí caminando otra vez? ¿Habría visitado a mi conde francés? El pensamiento me hacía reír. A la vez me preocupaba no tener conciencia de ese lapso vivido en ‘no sé dónde’.

Nunca volví a tener experiencias de perder la noción del tiempo en esa forma ni parecida. De todos modos, me sirvió para despertar inquietudes diferentes de las que me habían tenido ocupada hasta ese momento.

No sé por qué, hoy, cuando estoy a punto de salir hacia París, necesito saber que alguien más lee ésta, mi historia. ¿Qué círculo se cierra? O ¿se abre?

¿Qué papel tienes en mi historia, tú lector? ¿Juego algún rol en la tuya?

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