En aquella oscura terraza, rodeada de
enormes edificios, nunca llegaba el sol, aunque, a veces, la luna se atrevía a
pisar, blandamente, con ganas de soñar memorias del pasado….
El perro faldero, sucio, no se animaba a
subir, aunque Elba olvidara alimentarlo.
Solo las ratas y alguna araña descuidada
paseaban de día o de noche por aquella pringosa y ridícula terraza de ciudad,
donde el progreso se había resignado a no avanzar.
La niña Elba, entre sus muñecos y algún
cuadro polvoriento pensaba que algún día subiría a jugar a las casitas,
nunca subió.
De noche se la oía andar, cambiando y
alimentando a sus niñas de cartón y, ya de madrugada, llamar a la madre para
que le alcanzara el agua antes de dormir.
Nadie la vio nunca ni al hacerse las trenzas,
ni al jugar con los ‘niños’ a las escondidas que nunca salían de sus escondites.
Nadie la vio orinarse encima y que mamá
la retara muda, por centésima vez. Nadie la vio aprender, todos los días, a
comer sola sin aprender. Nadie la vio romper la copa de cristal y la cerámica
que trajo un abuelo olvidado de-aquel-viaje… después de todo, era un abuelo
desconocido como todos los otros.
Nunca alguien le recriminó romper jarrones , ni al deshojar
libros papel biblia antiquísimos o desarmar pluma a pluma los almohadones y
luego rasgar el cheslón que tanto gustaba a su señora mamá… no hubo testigos
que la vieran clavar en la estatua el sable del padre, un horror de travesura,
diría tía Clarita, pero no lo dijo. Ni
la vieron crecer todos los días entre moños y bucles, sopas y tirones de
orejas.
Nadie la vio bailar sola con un collar
amarillo de tiempo, en su escote jamás lucido, ninguna vez acariciado más que por
las agujas lentas del reloj.
Tampoco ninguno la vio cuando, cansada de
ser niña, Elba corrió hasta el desván y tomó un espejo, uno de los muchos que
se habían guardado después de la muerte de su último pariente…ni la vieron
cuando, cansada de ser mimada por protectores invisibles observó su imagen enfundada
en volados de viejo tul y arrugados encajes que fueron blancos, de moños de raso
y trenzas largas… ahora, ya cansada de ser niña, descubrió su boca-de-pocos
dientes, sus arrugas, sus canas, su ya-no-tener tiempo de crecer y murió,
septuagenaria, muñeca en mano.
Mónica
Ivulich, 1986
Edición
2013
Derechos
reservados
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