De "CUENTOS DE COLORES"
Mónica Ivulich -d.r.-1970
3 - La boda
en arcoíris
En mi
viejo baulito de recuerdos encontré una foto, amarillenta ya, de aquella época
en que todos queríamos ser originales. Las y los jóvenes queríamos ser o
‘Magas’ -al más puro estilo ‘cortaziano’- o ‘cronopios’ o Beatles o hippies.
Por
eso, para sentirme diferente, y como amiga dilecta de la novia, me senté en las
rodillas del novio y me recosté sobre ella para tomarnos una foto.
Era
divertido romper esquemas y, de paso, la paciencia de los mayores. Sobre esa
foto hubo augurios, algunos bastantes acertados, aunque no fue el único
presagio en aquella noche poco convencional.
Cuando
uno dice ‘boda religiosa’ todos piensan en el color blanco, blanco de azahares,
blanco de tules… bueno, quedan algunos que piensan en la virginidad… cada vez
menos. Y si se dice presentimiento se piensa automáticamente en algo negro, es
automático.
Casi
siempre es así, pero en este caso fue algo diferente, además de la ropa de los
novios no había nada en blanco ni negro, más bien todos los pensamientos y
presentimientos eran multicolores, casi un arcoíris.
Para
empezar, hubo una sorpresa amarillo subido al ver que la novia entró a la
iglesia descalza. ‘Malos pasos’ presagiaron las agoreras. Los comentarios
violetas fueron de los ancianos: -“¿Dónde se habrá visto? siempre dando la
nota… también la crianza que tiene, en fin, qué se podía esperar…”
En
cambio, sus amigos, tuvimos pensamientos celestes y verde-manzana. Sí, sacarse
los zapatos y mostrar los pies nos parecía bucólico y francamente pastoril.
Por si
fuera poco, era tan original que valía la pena soportar la ceremonia, aunque
sea por presenciar esa entrada: la novia, caminando descalza y partiéndose de risa de los chistes que le
hacia el padre entre dientes, mientras ponía cara de digno padrino.
Después llegaron los grises momentos
pre-fiesta.
Como siempre los invitados llegaron
al lugar de reunión antes que los recién casados.
Y, por
supuesto, los familiares escudriñaron los regalos y evaluaron: a- si el de
ellos estaba a tono con los del resto, b- si se habían repetido y c- quien fue
tacaño. Tal vez en ese u otro orden, quien sabe.
La
madre de la novia estaba incómoda, fuera de lugar, en casa de los parientes de
su esposo porque ella, hispánica de carácter corto, poco se podía vincular
entre los grandilocuentes parientes legales, tan itálicos, de ademanes amplios
y risa más que franca. Ella, estaba allí sintiéndose pequeñita entre ‘moles
chillonas como molinos sin aceitar’ y riendo nerviosamente como si le hubieran
pintado la sonrisa.
Por
supuesto, se agruparon por apellidos, cuatro a saber, y el quinto grupo fue el
nuestro, el de los inevitables amigos que repartían gestos amables, de
compromiso, a los cuatro vientos… o grupos.
Y,
lógicamente, se sucedieron los comentarios gris plomo de los tíos a los
sobrinos, porque si eran solteros debían imitar a los recién casados y si eran
casados computaban la cantidad de hijos y evaluaban en términos de “¿Qué
esperan?” o “Paren, no se les vaya la mano que alimentar a la familia cada día
es más difícil…” sin freno, cada vez más grises y plomazos.
Luego los
comentarios verdes sobre la tardanza de los novios-esposos. Para salir del
paso, la tía, anfitriona de turno, exhortó itálicamente a atacar con los
bocadillos y ella misma dio inicio con una punta-muela inicial. Las copas se
llenaron varias veces y otras tantas se vaciaron, ya sea en el estómago de los
bebedores o en el mantel bordado a mano, que la tía en cuestión miraba con un ojo
y con el otro y mefistofélica dulzura a los niños que corrían derribando todo o
arrastrando en su pies trozos de carísimas masas.
Eso sí,
el servicio de confitería era impecable y delicioso, pero ahora habría que
despegar todo ese dulce, crema y maza de las alfombras, tan bien conservadas…
“Ah, sí, ya no se pueden comprar de esta calidad, si es que existen…”
Los que
estaban al tanto trataban de evitar un papelón, porque Juan después de la
cuarta o quinta copa, en fin…
Otros
atendían a la abuela que todavía caminaba y esto era asombroso y más aún era
considerada una reliquia familiar y amorosa, digna de complacer en su mínima
demanda: tan solo requería un oído atento a sus incoherencias. Y, en un principio,
uno ponía su oreja y sentimientos rosas, hasta que se agotaban las esperanzas
verdes de que se terminara la perorata larguísima y no siempre rosa, los
pabellones auriculares se entumecían poco a poco junto con la buena voluntad y
tomaban un color marrón subido, hasta llegar al “perdone abuela, tengo que ir
al toilette…” que ella no escuchaba por
lo que seguía hablando a quien estuviera cerca.
Al fin
llegaron los novios y los ‘¡vivas!’ de color naranja. Recomenzaron los brindis
con flashes incluidos, todos bebieron como si fuera la primera copa, en realidad,
era la primer copa que saldría fotografiada. Todos sonriendo, gracias a la
cámara del fotógrafo, demasiado lento para que las sonrisas parecieran
naturales. Hasta que los novios pudieran sentarse en un ‘al fin’ resignado, a
seguir sonriendo frente a las distintas personas que ahora querían retratarse
sentadas junto a ellos, por turno y con la mueca de rigor.
Según
contabilizaban los parientes desde cuatro esquinas, solo faltaba un trámite a fotografiar:
las cintas y la ovación para quien sacara el anillo. Sí, porque ligas no, por
decreto feminista a pesar de los –“Increíble, ¡donde se ha visto!” y etcéteras tediosos
de enumerar. Así que la música subió de volumen y todos los amigos pudimos
acercarnos y hablar con la pareja, sin flashes y por fin.
También
se pudieron vaciar las bandejas sin disimulo. Si fuera necesario, algunas
gordas se sacarían los zapatos bajo la mesa y todo empezaría a parecer una
fiesta propiamente dicha, es decir que primaron los rojos comentarios yendo y
viniendo tornando al azul de los chistes que no podían ser muy verdes por los
niños, que paseaban su grititos sobre la música y sobre la gorda que se
sofocaba en escarlatas bufidos de sufrimiento por una obligada e inútil faja,
todo en una armonía difícil de percibir.
Entonces,
cuando nadie lo esperaba ya, llegó él.
Todo quedó
suspendido por un instante. El arcoíris giro en cada pupila. La tensión se
resolvió en saludos y sonrisas, pero él no podía ocultar su estremecimiento, su
rictus simiesco, las manos traspiradas, transparentes… hizo bromas pesadas al
saludar a cada conocido, pero esta vez sus bromas eran hachazos que todos
perdonaban y, para él, eso era lo peor. Se le afilaron los rasgos, de por sí ya
aguzados. Se detenía en cada grupo o persona, un vía crucis infinito hasta
llegar a la pareja.
Dio
tiempo para que se levantara un murmullo como un zumbido morado que le llegaba
por el hombro derecho y se le anidaba en la nuca. Algunos empezaron a devolver
sus agresiones veladas, otros optaron por ignorarlo, los menos aguantaron el cimbronazo
de su emoción violácea, y algún comedido pretendió calmarlo alcanzándole una copa de
champagne.
La copa bailaba en su mano ahora
azulina. Mientras, era inevitable llegar al asiento de la pareja, ocupada en
saludar otros invitados. Trató de tomar pequeños sorbos, pero no podía tragar
ni las burbujas. Llegó casi de espaldas como distraído y fue un momento fuera
de momento…
No veía
aun la cara feliz del novio y ni la cara casi inocente, más bien distraída de
la novia, pero pudo ver la expresión de los demás invitados, amigos parientes,
colados… a su favor o en contra, todos significando lo mismo. Entonces cayó en
cuenta y no pudo soportar el verse en cientos de pequeños espejos. Prefirió
girar sobre sus talones y enfrentar a los novios, seguramente más generosos estrenando
una nueva felicidad. Pero su giro fue demasiado torpe y el champan salto
súbitamente sobre el vestido de la novia.
Tías y
madres corrieron a secar el oprobio. La novia lo calmaba en un consuelo amarillo.
El novio lo palmeó en un rápido “¿Qué tal, cómo estas?” y volvió a hablar con
otros amigos. Los demás, sin saber qué hacer, se turnaron para devolverle las bromas
estilo hachazos. Quiso que las alfombras se lo tragaran, pero, la novia lo
detuvo con complaciente: “No te preocupes no es nada, ya pasó.” Y se quedó
frente a ella, ojos perro de agua, orejas bordo, cabellos celestes…
Y no faltó
quien murmure ese otro presagio en algún oído cercano: “Es nefasto, esa mancha
tiene más de un color, no podrán lavarla jamás. Y no hablo del vestido.”
En definitiva,
viendo esta foto después de tantos años… pienso que tal vez debió entrar
calzada a la iglesia. Ser una convencional señora de clase media da más seguridad…
aunque, con el tiempo lo habrá logrado.
O seguirá descalza.
Mónica Ivulich -d.r.-1970
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