viernes, 8 de julio de 2016

LA CASA DEL SILENCIO (prosa)


Foto de la red
Entras en el pasillo larguísimo de la antigua casa. Al principio crees oler una mezcla de olores, a limpio y a viejo. Pronto dejas de olfatear porque estás buceando, inmerso en un maremágnum de fuerzas desconocidas y hebras de antiguos fantasmas.

Es menester sonreír para poder atravesar la sala inmóvil, nunca usada, adornada con flores de plástico pues, años atrás, la vieja solterona decidió que eran de “clase” … Por si llega algún vecino, algún amigo o amiga, o la hermana trae a alguien. Hoy puedes entender que esas flores patéticas también están dedicadas a ti.

La madre de las solteronas intenta incorporarse, te apresuras a inclinar tu espinazo sobre su sillón, antes de verla desfigurarse en el esfuerzo. Además, entiendes que es mejor que las cosas sigan como están, inmóviles, estáticas… de lo contrario ese magna difuso se bambolea sobre tu cabeza y sacude tu conciencia como una marea súbita.

La segunda hija te saluda como si estuviera feliz, tal vez lo está, en el fondo de su memoria, sobretodo, está nerviosa ante el movimiento de la atmósfera que se vive en la casa.

Ya has saludado y lo que quieres es salir. Te hacen esperar y contarle a la madre qué haces o quién eres que es casi lo mismo en este caso, explicarle que no has venido a robarles nada, que no has entrado a perturbar, que te irás como has llegado… bueno, al menos eso crees…

La amabilidad se extiende y la solterona primera llega con una fuente de quesos y otras atenciones, detrás de su sonrisa cincelada, hay una mueca de sacrificio y molestia en cada gesto. Aquí tienes olivas… lo siento, están rellenas de sardinas y soy vegetariana… solo un poquito… no, le agradezco, es que no me apetece…

Tu primer defecto se hace presente, no eres como ellas. Nunca podrás formar parte de esa manada minúscula, eres de otra… y para corroborarlo te harán preguntas a ver en que más difieres, en que más fallas. Los limites son estrechos, por lo cual seguramente encontrarán muy pronto donde la pifias… es tan fácil…

 Algo intangible, algo pesadamente invisible aplasta tu cerebro… no es malo, es incorpóreo… ese silencio que se oye en otro lugar que no son tus oídos… pesa, se enrosca en tu voluntad… tiende a ahogarte solo un poco, y se expande para dejarte respirar… sabes que volverá… transpiras un poco… no puedes definir qué es ni cómo te sientes.
Para peor, el vino te marea más de lo normal. Sonríe, afirma con la cabeza y sonríe, te ordena tu madre interior. Gracias, dices y sonríes como tonta.

Tratas de incorporarte y te piden que esperes al café… no tomo café, es mejor que no lo diga… se hacen chistes que uno festeja en medio de la inconsciencia… al fin el acto se termina. La segunda hija te pide que la acompañes a ver unos libros a su habitación. Allí está su equipo de música, el que no usaremos… solo tiene opción a un par de auriculares.
foto tomada 2015 BCN

Entonces lo notas: la madre se ha reclinado en su sillón y ha vuelto a colocarse unos adminículos negros en los oídos. La solterona hizo lo propio frente a su ordenador.
 – “Si -dice la segunda hija- los usamos porque las tres vemos, oímos, cosas diferentes y así no nos molestamos… una cuestión de respeto.” A pesar de ello, en algún momento se quejarán de la falta de intimidad.

Es uno de los misterios de la casa, tres mujeres solas en tres burbujas diferentes. Sin contar, claro, los fantasmas que cuelgan de los techos y las paredes como telas de araña etéreas y pegajosas.

Si miras fijamente el cuadro de cualquiera de los antepasados, verás que se les marca una sonrisa en el momento menos pensado…  la misma forma de sonreír de las tres mujeres que habitan la casa del silencio.


A ellos les gusta el mutismo, allí perduran: en la negación de la vida, en esa felicidad sepulcral, en una neblina apenas perceptible y en la inmovilidad de las cosas.

Mónica Ivulich
DR2016Fr.   

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