Foto de la red |
Es menester sonreír para poder
atravesar la sala inmóvil, nunca usada, adornada con flores de plástico pues,
años atrás, la vieja solterona decidió que eran de “clase” … Por si llega algún
vecino, algún amigo o amiga, o la hermana trae a alguien. Hoy puedes entender
que esas flores patéticas también están dedicadas a ti.
La madre de las solteronas
intenta incorporarse, te apresuras a inclinar tu espinazo sobre su sillón,
antes de verla desfigurarse en el esfuerzo. Además, entiendes que es mejor que
las cosas sigan como están, inmóviles, estáticas… de lo contrario ese magna
difuso se bambolea sobre tu cabeza y sacude tu conciencia como una marea
súbita.
La segunda hija te saluda como si
estuviera feliz, tal vez lo está, en el fondo de su memoria, sobretodo, está
nerviosa ante el movimiento de la atmósfera que se vive en la casa.
Ya has saludado y lo que quieres
es salir. Te hacen esperar y contarle a la madre qué haces o quién eres que es
casi lo mismo en este caso, explicarle que no has venido a robarles nada, que
no has entrado a perturbar, que te irás como has llegado… bueno, al menos eso
crees…
La amabilidad se extiende y la
solterona primera llega con una fuente de quesos y otras atenciones, detrás de
su sonrisa cincelada, hay una mueca de sacrificio y molestia en cada gesto.
Aquí tienes olivas… lo siento, están rellenas de sardinas y soy vegetariana…
solo un poquito… no, le agradezco, es que no me apetece…
Tu primer defecto se hace
presente, no eres como ellas. Nunca podrás formar parte de esa manada
minúscula, eres de otra… y para corroborarlo te harán preguntas a ver en que
más difieres, en que más fallas. Los limites son estrechos, por lo cual
seguramente encontrarán muy pronto donde la pifias… es tan fácil…
Algo intangible, algo pesadamente invisible
aplasta tu cerebro… no es malo, es incorpóreo… ese silencio que se oye en otro
lugar que no son tus oídos… pesa, se enrosca en tu voluntad… tiende a ahogarte
solo un poco, y se expande para dejarte respirar… sabes que volverá… transpiras
un poco… no puedes definir qué es ni cómo te sientes.
Para peor, el vino te marea más
de lo normal. Sonríe, afirma con la cabeza y sonríe, te ordena tu madre
interior. Gracias, dices y sonríes como tonta.
Tratas de incorporarte y te piden
que esperes al café… no tomo café, es mejor que no lo diga… se hacen chistes
que uno festeja en medio de la inconsciencia… al fin el acto se termina. La
segunda hija te pide que la acompañes a ver unos libros a su habitación. Allí
está su equipo de música, el que no usaremos… solo tiene opción a un par de
auriculares.
foto tomada 2015 BCN |
Entonces lo notas: la madre se ha
reclinado en su sillón y ha vuelto a colocarse unos adminículos negros en los
oídos. La solterona hizo lo propio frente a su ordenador.
– “Si -dice la segunda hija- los usamos porque
las tres vemos, oímos, cosas diferentes y así no nos molestamos… una cuestión
de respeto.” A pesar de ello, en algún momento se quejarán de la falta de
intimidad.
Es uno de los misterios de la
casa, tres mujeres solas en tres burbujas diferentes. Sin contar, claro, los
fantasmas que cuelgan de los techos y las paredes como telas de araña etéreas y
pegajosas.
Si miras fijamente el cuadro de
cualquiera de los antepasados, verás que se les marca una sonrisa en el momento
menos pensado… la misma forma de sonreír
de las tres mujeres que habitan la casa del silencio.
A ellos les gusta el mutismo,
allí perduran: en la negación de la vida, en esa felicidad sepulcral, en una
neblina apenas perceptible y en la inmovilidad de las cosas.
Mónica Ivulich
DR2016Fr.
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