El incesto A Juana Ivulich
De Silvina Ocampo
Libro Cuentos
completos I
¡Todavía me gustan las muñecas!
En mi dormitorio sobre una carpeta de macramé, estaba sentada mi predilecta, la última que me regalaron, la
más bonita de todas. –Quisiera tener una mujercita
y no un varón –solía decirle a mi marido, pensando en alguna muñeca. Siempre
oía una cariñosa respuesta: –La tendrás. –Y
luego la recomendación habitual: No te canses –cuando salía de casa y
tomaba el tranvía en la esquina. ¡Otro marido tan bueno como el mío no habrá en
todo Buenos Aires! Yo estaba encinta y la alegría, la infalibilidad y el
asombro de la perspectiva me impedían tal vez
padecer los malestares de otras mujeres cuando están encintas. Además,
mi afición por la costura no me dejaba desfallecer. Tenía que acudir todas las
mañanas al taller de Dionisia Ferrari, donde aprendía a cortar y a coser, con
otras chicas de mi edad, durante el invierno. Yo tenía la impresión de otorgar
un placer a mis manos cuando manejaban las tijeras las agujas y los alfileres:
un placer del cual yo estaba a menudo excluida pues mi pensamiento, preocupado
por otras cosas, me desvinculaba de mi cuerpo. A veces, por las tardes, la
señora Dionisia, que me trataba como una madre, me servía chocolate con leche y vainillas. El placer lo sentía mi paladar y
mi estómago y no mi verdadero yo. Mientras relamía mis labios golosos,
esa preocupación, que iría acrecentándose como una enfermedad, me carcomía.¿Acaso la desventura de los demás debe de ser
también nuestra? ¿Acaso debemos sentirnos siempre tan solidarios con el
género humano? Yo atribuía mi estado de
sensibilidad al hecho de estar encinta. ¿Qué podría importarme del drama que se
desarrollaba en la familia de Dionisia Ferrari? Si bien Dionisia me trataba
como una madre, dándome chocolate con crema y vainillas por la tarde, ofreciéndome,
para coser, un asiento junto a la ventana, prestándome a veces su dedal de oro
con perlitas y su tijera de sastre, la verdad es que no le preocupaba que mi
marido perdiera su empleo, que mi madre tuviera flebitis. Hay que ver las cosas como son: en el fondo me hacía mala sangre
por motivos egoístas. Iba a ser madre y tal vez todo lo que sucedía a
una madre o a una hija tenía, en cierto modo, que preocuparme, y como todas las
mujeres son madres e hijas, me preocupaba por todas las mujeres, cosa que nunca
me había sucedido, pues antes la humanidad me era indiferente. El taller de
Dionisia quedaba en la calle Necochea, en la Boca. La casa era amarilla como el jabón de lavar los pisos, tenía una
reja pintada de negro, con adornos de bronce y en el jardín de entrada,
dos palmeras con penachos tristes, que se agitaban con el viento, daban la
ilusión de barrer las nubes del cielo cuan-do había tormenta. En el frente de
la casa quedaban las habitaciones de los pa-rientes de Dionisia, en los fondos,
detrás de un patio con numerosas plantas, las dependencias de Dionisia y de su
familia, que se reducían al taller de costura, se-parado por una cortina
floreada del angosto y largo dormitorio. Inútilmente yo trataba de distraerme
cuando regresaba a casa. Leía Carasy Caretas.
Soy aficionada a la lectura. He gastado más velas en leer que en re-zar,
no me da vergüenza decirlo. Soy franca y digo las cosas feas, con naturali-dad.
En las fotografías miraba a la reina Ranavalona Manjaka, la ex reina de
Madagascar, con su cara negra, vestida con tanta elegancia, en una berlina,
pasean-do por las calles de París y no me daba risa. Miraba al ganador del
primer premio de carrera de automóviles París–Berlín, sin asombro. Miraba el
paletot de última moda para señoras del Palacio de Cristal: no hubiera dado ni
un paso ni un peso por tenerlo. Miraba el retrato de la pobre secuestrada de
Poitiers: no me horrorizaba. No me daban
ganas de estar en Nápoles, para la fiesta de San Genaro. Leía con indiferencia
las recomendaciones para las madres: "El estómago es el cochero del
sistema nervioso". El estreno de Nerón, por la compañía de la Guerrero, no
despertaba mi curiosidad. El ombú donde habitaba el ermitaño Witner, en San
Nicolás de los Arroyos, no me impresionaba ni un poquito; Jacquets para señoras:
al ver los avisos no ambicionaba tener ninguno. Digo la verdad. Miraba el cuadrante solar del bañado de Flores, en una
fotografía: no hubiera dado un centavo por verlo personalmente. El cura
Frabricci, circulador de moneda falsa, no me escandalizaba. "¿Estaré
enferma?", me preguntaba a mí misma. Si no hubiera sido por las confidencias de Dionisia, no
habría advertido lo que sucedía en esa casa donde yo trabajaba. Horacio Ferrari
no amaba a su mujer. No dormía con ella, prefería acostar-se en un catre incómodo, junto a la ventana, para
evitar la promiscuidad de su cuerpo. Decían las malas lenguas que el
dinero que tenía lo dilapidaba en jugar. ¿Jugar a qué? ¡No lo sabré nunca!
¿Riñas de gallos, carreras de caballos, naipes?
Dionisia lloraba de la mañana la noche. Horacio era
buen mozo, demasiado buen mozo, lo que impedía que yo le tuviera fastidio o que
pensara mal de él. Su cara era noble y tranquila y sus modales correctos. En cuanto el matrimonio estaba junto, discutía. Los
motivos de discordia no tenían mayor importancia. Una vez fue por la
estrella del escudo de la casa de gobierno: si tenía ochocientas o novecientas
lámparas ocupó una parte de exaltado diálogo. Otra vez fue por la casa del Rey
del Son: si quedaba en la calle Florida al 220 o al 340 pareció cuestión de
vida o muerte. Otra vez fue por la noticia que salió en una revista, de una
gata que dio a luz cinco gatos y tres perros: el matrimonio Ferrari no estaba de acuerdo sobre el número de perros o de
gatos que habían nacido. Pero todo sucedía, a mi juicio, por culpa de
Livia. Livia sacabala conversación de esto y del otro y de lo de más allá para
perturbar la tranquilidad de sus padres. Yo no digo que lo hiciera a propósito,
era inocente porque tenía doce años, pero la cuestión es que en ese hogar no
había paz. Yo misma empecé a sentirme
culpable. Soy cavilosa, me enseñaron a serlo en la infancia, cuando
orinaba en la cama. Horacio a menudo se
sentaba a mi lado para verme coser. Yo me ponía nerviosa. Felizmente
Livia siempre estaba con nosotros. Horacio la besaba mirándome como diciendo: "Estoy besando a Livia,
pero en mi imaginación te beso a ti". Un día me corté un dedo con la
tijera. Horacio, serio como de costumbre, hizo algo increíble: tomó mi
mano en su mano, miró mi dedo que tenía una herida como una boca abierta, y me
dijo: –Hay que chupar toda la sangre para que no se infecte. Acto seguido metió
mi dedo en su boca para chupar la sangre. Sentí el calor mojado de su lengua y
me estremecí. En ese momento pensé que
Horacio se asemejaba mucho a un animal, y me repugnó. Me ruboricé y Lila
comenzó a reír como si le hicieran
cosquillas. Me limpié la mano en la falda y seguí cosiendo como si nada
hubiera sucedido pero sentía la mirada de Horacio ardiendo sobre mi nuca. Esa
mirada húmeda y brillante me recordaría para el resto de mi vida la blandura
cálida del interior de su boca. Lo miraba ya sin verlo y lo veía sin mirar-lo.
Ningún asomo de coquetería hubo en mí. Si se enamoró no fue por mi culpa. Muchos malpensados dirán que traté de seducirlo
cuando, detrás del biombo o frente a él en el cuarto de costura por
orden de Dionisia, me ponía los trajes suntuosos, que le encargaban las
clientas, y luego ataviada con vestido de baile, de amazona, de novia o de
viuda, daba unos pasos frente al espejo, para que pudiera yo misma comprobar
que todo estaba en orden: el lazo, el ruedo, las puntillas del cuello, los
puños del vestido. Creo que las otras chicas me envidiaban, pues ¿cómo habría de interpretar la actitud que
asumieron el día en que me puse la copia del vestido de la artista
francesa Henriot que había muerto hacía dos meses, en el incendio del Teatro de
la Comedia? Yo había gritado desde una azotea, al ver el entierro escandalosamente
lujoso:"Fuera blancura y azahares"
hasta que los vigilantes me hicieron callar. Pensé: estas chicas saben
que no soy partidaria de la francesa loca, ni de sus ad-miradores, que murió
por salvar a su perro ¿entonces por qué me miran con severidad y no me hablan,
al verme con el vestido de la francesa? Por envidia y por ninguna otra razón.
Mi cuerpo es esbelto a pesar de estar encinta; tengo una cintura de avispa y mi
estatura es mediana, más alta que el común de las mujeres argentinas. Mi mamá
dice que me distingo por mi silueta. Tuve un hijo. Durante un año, para cumplir
con mis deberes maternales, no fui al taller
de costura. Cuando volví a lo de Ferrari, nada había cambiado. Volví a
reanudar mi trabajo. Dionisia, Horacio, Livia me trataron como siempre. Mi amor
por Horacio había crecido. Un día, que jamás olvidaré, Dionisia me dijo:
–Tengo que hablar contigo. Saldremos hoy a las
cinco. Diré que vamos a comprar géneros y cintas. Dionisia
nunca tuvo que dar explicaciones por sus salidas. Nos vestimos para
salir, nerviosamente. En la calle, lejos de la casa, Dionisia me habló: –Sabes que Horacio es un hombre raro, un
degenerado. –Cobardemente yo asentí con la cabeza. –No me importa que me
engañe, pero que ande detrás de su propia hija es un pecado mortal, que no
tolero. Cobardemente me escandalicé. Yo sabía que Horacio estaba enamorado de mí y que utilizaba a su hija para disimular. –Dentro de cuatro semanas –prosiguió – huiré con
Livia de mi casa. Nos iremos a España. Tienes que acompañarme al puerto.
Diré que voy a despedir a una amiga. A último momento me esconderé para que
nadie me vea. Tengo aquí los pasajes. Me embarcaré en el Marsella. Sacó de su corpiño un sobre, lo abrió y me mostró
los papeles. Yo podía disponer de cuatro semanas para defender a Horacio,
diciendo simplemente la verdad. Para declarar su inocencia, yo tenía que
acusarme. No dije nada. Dionisia confiaba en mí. Me quería más tal vez que a su
hija, que era una coqueta. El día en que
salía el barco fui más temprano que de costumbre a la casa de Dionisia
Ferrari. Debajo de la cama estaban escondidos dos paquetes, poquita ropa de las
viajeras. Vislumbré a Horacio tomando el desayuno, antes de salir para el
trabajo. Dos horas después fuimos en un coche a la dársena. Temblando, esperé
que saliera el barco. Debajo de mi sombrilla abierta oculté las lágrimas, que
quemaban mis ojos.
Es sumamente extraordinario como has captado mis sentidos ,eres una escritora que no me gustaria perder por su obra y tambien por tu amistad .Este regalo que he recibido de ti ,si tu quieres ha comenzado una bella amistad gracias tq
ResponderEliminarLágrimas que quemaban tus ojos, porque? Pudo más el amor sentido por Horacio que la lealtad que debías a Dionisia? Precioso!!! La vida nos juega tantas trampas, que no vemos como vamos cayendo en ellas, simplemente suceden, Buenísimo Monica, un placer leerte. Maria Gabriela Sansón.
ResponderEliminar