En 1968 escribi algunos relatos que di en llamar:
RELATOS
DE COLORES
1 –
Dorado
Se
paseaba el sol por los hermosos parques de
Palermo, en Buenos Aires, era un sol de otoño, cálido y dorado que bruñía
el aire y la piel de los árboles, confundiéndose en el color de las hojas
crujientes de abril.
Caminaba
sin pensar en nada en particular, sola,
sin soledad, avanzaba tomando el cuello de mi abrigo para sentir calor en las
orejas. Como explicar que esta soledad está poblada de gratas ausencias y que
todo es perfecto así, que no debería cambiarse, solo regodearse en el ella.
Palermo,
día lunes, solitaria, desando soledad. Todo era perfecto.
Palermo,
día lunes, recuerdos bailoteando al viento tras las hojas crepitantes, cimbrando
en las sombras casi chinescas, de las hojas al caer.
Tomar
un café, dar vueltas al pocillo de tu propia vida, endulzándola con un terrón
de soledad.
Y allí
comenzar lo insospechado. Porque un café muchas veces trae lo inusual, aunque
lo que de rutina sea tomar un café… pero he aquí que tú, joven con ideas
propias, que no quieres ser costumbrista… tomas café como tradición
inalterable.
Está bien, se acepta que el café es diferente…
el café no es solo un líquido oscuro que quita la sed o te caldea por dentro,
sino que además te calienta de una forma indeciblemente amigable. Es la mano algodonada
que suaviza una discusión, que pone el acento de alegría de un encuentro y trae
recuerdos cuando uno tiene el lunes desocupado, como quien le pega un faltazo a
la vida.
Y así
estaba yo… en un sinfín de minutos, en una llanura de soles y lunas, en una
hipersensibilidad de ojos apáticos, de danza de hojas doradas, de inercia
moviendo mis pies hacia aquel café, cuando todo lo visto por primera vez es
conocido.
Pero,
en toda esta calma alguna ansiedad se filtraba por mi piel, algo contradictorio
latía en mi interior, algo que me anunciaba con voz de caracol un ‘no sé qué’
destructor de mi armonía, poseedor de mis sentidos.
El café
se hacía esperar, como siempre, aunque debería ser diferente un día lunes, pues
casi no hay clientes… aun así, el mozo no asoma, todo el lugar parece tocado
por el hechizo de la Bella Durmiente, como si el sopor se hubiese instalado en
todos los cuerpos que deambulan en esta mañana de lunes por Palermo…
El
largo estornudo de la máquina exprés me
anima y ya imagino llegar al impecable mesero con mi taza de café doble y
pintorescos cuadraditos de azúcar, anticipo su olor y hasta me dan unos deseos
terribles de pedir medialunas, incluso sin hambre… o ¿me bastará el calentarme
las manos en su taza y dejar que su calor me inunde de a poquito, con pequeños
sorbos…?
Veo por
la ventana pasar los perros altivos con sus correas elegantes llevando a la
rastra amos que corren con paso de ganso, mientras toda mi saliva se torna con
sabor a café. Miro al mesero que me hace señal de que ya viene.
Mi
ansiedad empieza desintegrar el clima bucólico y solitario de este lunes en
puntos suspensivos. Tanto esperar un día
de paz y ahora, que casi lo consigo, esta expectativa fastidiosa, por lo larga,
amenaza con volverme al estrés diario. Un rayo dorado de sol me llega directo a
los ojos, me seco alguna lágrima.
Al fin,
escucho los pasos del mesero y me sereno, lo miro agradecida… hasta que ¡oh
sorpresa! El muy despistado no viene con mi café, trae una botellita de una
gaseosa que detesto.
Y esta
es toda la explicación señor comisario el resto ya lo sabe usted.
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