Los
peregrinos se detienen a preguntar por el camino a alguna de las ciudades
cercanas, les ofrezco agua y les indico como llegar.
No
sé por qué les gusta parar en mi pequeña vivienda. Hay otras alrededor, algunas
más grandes otras mejor conservadas, pero llegan a mi puerta.
Es
algo que me complace, pues desde que mi esposo murió y mis hijos se casaron,
estoy casi siempre sola. Mi marido rentó el campo antes de morir, de eso vivo y
me alcanza.
A
veces un caminante pide albergue y se lo doy. Les gusta la comida que preparo
con esmero. Sobre todo la entrada, con un patee hecho en casa, verduras y quesos del lugar. Luego, guiso un ave fresca
que sacrifico para la ocasión.
Me
gusta conversar con ellos, casi todos pagan bien y prometen volver.
Algunos
piden albergue y les ofrezco el cuarto vacío de uno de mis hijos, una buena
cena y ducha caliente.
El
desayuno es lo más especial, incluye huevos de mi corral frutas que recojo y un
pastel de una antigua receta que solo yo conozco, un poco de charla y café del
mejor aroma.
Antes
de irse les preparo un baño caliente con sales caseras. Pero ya nunca volverán al camino.
Al
principio graznan, agitan las alas y hasta me quieren picotear, pero los
acaricio hasta que aceptan ser un hermoso ganso blanco. Entonces los dejo con
los otros en el criadero. ¡Son tan hermosos!
Y ya
tengo cena que darle al próximo visitante.
Mónica Ivulich, d.r. 2014.
Imagen de la red.
todos somos peregrinos en el recuerdo de una costumbre ancestral: vivir.
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