viernes, 7 de febrero de 2014

Un alto en el camino




Los peregrinos se detienen a preguntar por el camino a alguna de las ciudades cercanas, les ofrezco agua y les indico como llegar.
No sé por qué les gusta parar en mi pequeña vivienda. Hay otras alrededor, algunas más grandes otras mejor conservadas, pero llegan a mi puerta. 
Es algo que me complace, pues desde que mi esposo murió y mis hijos se casaron, estoy casi siempre sola. Mi marido rentó el campo antes de morir, de eso vivo y me alcanza.
A veces un caminante pide albergue y se lo doy. Les gusta la comida que preparo con esmero. Sobre todo la entrada, con un patee hecho en casa, verduras  y quesos del lugar. Luego, guiso un ave fresca que sacrifico para la ocasión.
Me gusta conversar con ellos, casi todos pagan bien y prometen volver.
Algunos piden albergue y les ofrezco el cuarto vacío de uno de mis hijos, una buena cena y ducha caliente.

El desayuno es lo más especial, incluye huevos de mi corral frutas que recojo y un pastel de una antigua receta que solo yo conozco, un poco de charla y café del mejor aroma.
Antes de irse les preparo un baño caliente con sales caseras.  Pero ya nunca volverán al camino. 
Al principio graznan, agitan las alas y hasta me quieren picotear, pero los acaricio hasta que aceptan ser un hermoso ganso blanco. Entonces los dejo con los otros en el criadero. ¡Son tan hermosos!
Y ya tengo cena que darle al próximo visitante.

 Mónica Ivulich, d.r. 2014.
Imagen de la red.

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